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Hacia el ombligo del sueño

Una lógica de lo aparentemente ilógico. La vía regia de acceso al Inconsciente

En un movimiento profundamente original, Freud otorga valor psíquico a un fenómeno que, hasta ese momento -finales del siglo XIX- era considerado por las concepciones teóricas dominantes de la época como un residuo de la actividad cerebral, resto meramente biológico irrelevante sin implicaciones psicológicas. Es Freud quien rompe esta línea de pensamiento mediante la elaboración de armazón teórico con el que explica su particular lógica demostrando que la actividad anímica no cesa al dormir. Abandonada la vigilia, continuamos siendo influidos por la dinámica de nuestras pulsiones, que pugnan por expresarse, y en las producciones oníricas lo hacen deformadamente. Es que al dormir se produce una regresión a los modos más primitivos de satisfacción y de representación del soñante, por lo que tal satisfacción se cumple, en base a un miramiento por la figurabilidad, de manera alucinatoria. Los sueños están regidos entonces por el principio de placer y constituyen la realización de deseos infantiles inconscientes. Se desprende, entonces, claramente la hipótesis freudiana según la cual el sueño es una producción del inconsciente que disfraza su significado para que se diga a pesar de la censura.

En este sentido, al final del capítulo VII de La Interpretación de los sueños Freud señala que los sueños son “la vía regía para acceder a lo inconsciente” dado que su análisis conforma un método de indagación sobre la vida anímica, medio poderoso para contactar afectos e ideas que permanecían fuera de la conciencia, lo cual permite elaborar, interpretar y comunicar los deseos y mociones más reprimidos en el devenir de un análisis.

Para el psicoanálisis los sueños también constituyen una formación de compromiso entre dos instancias: El sistema Inconsciente, reservorio de los deseos reprimidos y el sistema Consciente, a cargo, entre otras cosas, de censurar sus expresiones.

Además, en los sueños las palabras son tratadas como cosas; por lo que pueden ser considerados como un acertijo o enigma gráfico, ya que el contenido onírico suele estar sobredeterminado por varios deseos condensados y por restos diurnos.

De forma que, los sueños escenifican deseos indestructibles que brotan de las huellas de la vida infantil a las que un sujeto ha quedado fijado y tiende a regresar.

Freud también señala que los sueños poseen, por un lado, un contenido manifiesto, es decir, el texto o relato narrado en la sesión, constituido por representaciones que a veces presentan en apariencia una serie de incongruencias y por otro, un contenido latente, aquel que se oculta tras el aparente sinsentido manifiesto del sueño. De modo que, los pensamientos latentes, fantasías inadmisibles, deseos inconfesables y restos diurnos, se transforman en un contenido difícil de reconocer para la consciencia bajo su lógica.

Todo ello se conoce como trabajo de elaboración onírica en el que intervienen ciertos mecanismos elementales que constituyen sus contenidos y que son propiciados por la censura, cuya función es conminar al enmascaramiento de los deseos inconscientes, resortes del sueño, para que sean irreconocibles ante la consciencia.

Entre los principales mecanismos operantes en el trabajo del sueño resaltan: La condensación, que permite a que una representación simbolice en sí misma varios elementos de la cadena asociativa; el desplazamientoque hace que la intensidad del afecto que acompaña originalmente a una representación se dirija a otra de menor intensidad, al punto que así pueden surgir incluso representaciones contrarias a los afectos originales; la elaboración secundaria que refiere a tendencia psíquica de recubrir las lagunas del sueño para darle una mayor coherencia narrativa y le permiten al paciente narrar el contenido manifiesto con cierta cohesión.

La producción onírica comienza ya durante el día, alimentada por los restos diurnos, es decir, percepciones, fantasías y pensamientos preconscientes. A su vez, para su causación, los sueños toman el camino de la regresión, con el fin de atraer todo tipo de recuerdos, percepciones y representaciones como cargas visuales.

Por tanto, en la producción onírica interviene lo que Freud da en llamar el miramiento por la figurabilidad, es decir, el aspecto inconsciente que hace que todas las significaciones por muy abstractas que sean, se expresen por medio de imágenes.

Por otra parte, Freud resulta contundente al afirmar que aunque en ciertas ocasiones resulte paradójico para el soñante en cuestión, el sueño es una realización de deseo. Es decir, que la fuerza impulsora y principal de los sueños emana del sistema Inconsciente, el resorte de la producción onírica lo constituyen los deseos sexuales infantiles e indestructibles que han sucumbido a la represión pero que se enlazan a ideas preconscientes y a las vivencias cotidianas.

De modo que, la interpretación del sueño no consistirá en agregarle un significado preconcebido, su interpretación se da en virtud de las asociaciones del propio analizante y su singularidad. Desde la perspectiva del psicoanálisis, los contenidos manifiestos se interpretan a partir de la particularidad de cada analizante en el seno del dispositivo analítico, bajo transferencia, y en base a la regla fundamental, es decir, la invitación a que el paciente hable, que diga todo aquello que le venga a la mente, así le parezca absurdo, inoportuno o incluso vergonzoso, sin ejercer juicio ni desestimación.

Muchos años después, en 1964, Jacques Lacan hará un señalamiento crucial e instructivo respecto a aquello a lo que debe apuntar el trabajo de interpretación, nos dirá: “El objetivo de la interpretación no es tanto el sentido, sino la reducción de los significantes a su sin-sentido para así encontrar los determinantes de toda la conducta del sujeto”.

Habiendo postulado al sueño como un texto sagrado y avanzando en la lógica del trabajo de su interpretación a la luz de la hipótesis del determinismo psíquico y su encadenamiento, Freud abordará a la interpretación del sueño en términos de urdimbre. Y es aquí que señala que tal trabajo simbólico interpretativo encuentra su límite, un punto de incompletud, el llamado ombligo del sueño. Previamente, en una nota al pie presente en el capítulo 2, nos había regalado esta hermosa referencia: “Todo sueño tiene por lo menos un lugar en el cual es insondable, un ombligo por el que se conecta con lo no conocido”.

Ahora se referirá de manera más precisa a la dimensión inefable, umbilical del sueño en estos términos: «Aun en los sueños mejor interpretados es preciso a menudo dejar un lugar en sombras, porque en la interpretación se observa que de ahí arranca una madeja de pensamientos oníricos que no se dejan desenredar, pero que tampoco, han hecho otras contribuciones al contenido del sueño. Entonces ese es el ombligo del sueño, el lugar en que él se asienta en lo no conocido. Los pensamientos oníricos con que nos topamos a raíz de la interpretación tienen que permanecer sin clausura alguna y desbordar en todas las direcciones dentro de la enmarañada red de nuestro mundo de pensamientos. Y desde un lugar más espeso de ese tejido se eleva luego el deseo del sueño como el hongo de su micelio».

El ombligo del sueño, punto de detención de las asociaciones, límite al trabajo de interpretación, punto opaco respecto al sentido, quedará delimitado entonces como el lugar de lo incognoscible en la trama desde donde emerge el deseo como el hongo de su micelio.

La referencia de Freud a este asentamiento del sueño en lo no conocido será retomada por Lacan en diversos momentos de su enseñanza, señalando allí un punto de imposibilidad que se aísla del y por el trabajo interpretativo, «La relación de este Urverdrängt, de esto reprimido originario… creo que es a eso a lo que Freud vuelve respecto a lo que fue traducido muy literalmente como ombligo del sueño. Es un agujero, es algo que es el límite del análisis. Esto tiene evidentemente algo que ver con lo real, que es un real.”. Es decir, aquello contra lo que se tropieza de lo más real de la relación del sujeto soñante con el deseo y el goce, un punto de (des)encuentro estructural con una falla en el saber sobre estas cuestiones de la ex- sistencia.

En la clase 8 del 19 de febrero de 1974 de su Seminario 21, Les non dupes-errent o Les noms du père, Lacan también nos ofrecerá esta preciosa reflexión sobre el alcance de lo enunciado por Freud al respecto, con la que me gustaría cerrar el presente trabajo: “…todos sabemos porque todos inventamos un truco para llenar el agujero (trou) en lo Real. Allí donde no hay relación sexual, eso produce «troumatismo» (troumatisme) Uno inventa. Uno inventa lo que puede, por supuesto».

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La mirada del cine

KAJILLONAIRE de Miranda July (EEUU, 2019)

Robert, Theresa y su hija de 26 años, Old Dolio, son los Dynes, una familia extravagante de Los Ángeles. Cotidianamente intentan sacar ventaja a través de fraudes de poca monta, todos de logística excéntrica, extrayendo con ello pequeñas ganancias que a duras penas les alcanzan para sobrevivir. 

Para ello los vemos mover sus cuerpos de manera estrafalaria, agachándose, contorsionándose en maniobras gimnásticas extrañísimas, generando secuencias que bordean la comicidad, el ridículo, la angustia.

Aparentemente unidos en su miseria y marginados de la sociedad, estos tres personajes raros viven en una oficina abandonada, lindante a una fábrica de burbujas. Allí, por un extraño problema de filtraciones, se produce eventualmente una escena surrealista: una especie de lengua de espuma rosada y gigante irrumpe cayendo por la pared, poniendo en riesgo a diario sus poquitas pertenencias.

Entre ellos, una ausencia absoluta de signos de amor responde a un durísimo «no tender feelings«. Nada del orden del cuidado, del cariño ni de la protección circula en esta dinámica (o empresa) familiar tan rígida, desprovista de contacto, afecto y emoción.

Como corolario, en su relación impera una despiadada lógica equitativa: todo se reparte en partes iguales según una operación distributiva sin resto y, con ello, la categoría de regalo, como don de amor, se encuentra radicalmente abolida. Acaso son los Dynes una familia?

Old Dolio y la falta de engaño amoroso

Miranda July despliega en tonos melancólicos y surrealistas su particular mirada del mundo, un mundo en el que la estética twee, ingenua y bonita, se ve atravesada por un cuestionamiento profundo, por un vector de tensión desesperante que emerge del sufrimiento de su protagonista.

Y precisamente hacia allí se va concentrando el film, acompañando a Old Dolio en su dolorosa liberación.

Evan Rachel Wood interpreta con exquisita delicadeza el padecimiento errante de Old Dolio, inventando un lenguaje corporal que nos permite dimensionar el nebuloso desamparo en el que habita una chica que hasta ahora ha vivido desabonada del amor.

Asustadiza ante cualquier contacto, saturnina y frágil, con su voz artificialmente grave sin inflexiones, su atuendo neo-grunge y su extensa cortina de cabello, Old Dolio lleva el peso de su nombre sobre sus hombros. Un nombre que, sin el velo respetuoso del engaño amoroso, fue ciertamente asignado por un descarado y absurdo intento de obtener una ganancia. Su curioso nombre, un eterno testimonio del valor de utilidad directa que representa para sus padres.

Y ahí anda la pobre Old, con la pesadumbre de aquellos que sin brillo fálico han devenido un juguete anodino al servicio del Otro, de quien sólo reciben un uso instrumental. Busca y busca desesperadamente no decepcionar a sus padres sin conseguirlo, por más esfuerzos que haga u ocurrencias que tenga sobre timos intrincados que se expone a ejecutar. De aquellos, todo lo que recibe es a cambio de algo y en su alienación no cesa de trabajarles.

Su madre le resulta desesperante, indescifrable como Otro intocado por la falta, leída como un Otro del goce que deja todo el tiempo a su hija desposeída de su lugar. Un no lugar en el Otro que tampoco se ve apaciguado por la función paterna.

Pero, de repente, la llegada de la extrovertida Melanie viene a cambiar las cosas. Al modo de una epifanía, ese encuentro con lo femenino produce efectos conmovedores. Por un lado, le permite a Old Dolio preguntarse si es posible que sus padres nunca la hayan amado, y si no es ella apenas una pieza funcional en una maquinaria familiar que no la registra. Pero también junto a ella va descubriendo un modo de gozar que le es por entero singular y que la separa irremediablemente del bloque aplastante, indistinto e identificatorio que opera en el para todos familiar.

La directora nos invita a pensar el amor en todos los registros al ofrecernos con su exquisito despliegue visual, un relato bello y sensiblemente agudo.

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CONSUMO, ERGO SUM

Lo que hoy en día llamamos adicción implica la aplicación estricta del imperativo de goce de nuestra sociedad de consumo, una exhortación que empuja, presiona en todos los niveles: «come», «bebe», «coge»,»compra»… Adicciones que no siempre están ligadas a una sustancia en particular, sino más bien a cualquier cosa (material o inmaterial) que en su efecto anestésico opere como narcótico con el que se pretende suturar las carencias estructurales de los seres hablantes.

En obediencia a dicho imperativo del discurso del amo contemporáneo se encarna una adaptación muy particular del cogito cartesiano, «yo consumo, yo soy», que se desarrolla en nuevas formas sintomáticas íntimamente vinculadas a modos de vida compulsivos, modos de responder al conflicto salteando cualquier instancia angustiante.

La compulsión como vía privilegiada conduce a evadir los intervalos y, con ellos, el pensamiento, la posibilidad de angustiarnos y todo lo que emerge al experimentar algo del orden de la falta que nos hace deseantes.

Consumir para no desear, seguir adelante para no pensar, ocuparse siempre de algo para no angustiarse, todo sponsoreado por una sociedad que promueve el hacer, demoniza la tristeza y moldea subjetividades enemistadas con la falta, muy desapegadas de su fuero íntimo, aquellas que casi nunca encuentran otro resorte para su acciones que no sea un obrar automático de acuerdo con mandatos o de un modo que no sea compulsivo. Dicha desorientación ante la falta de coerción muestra una caída, una deflación inquietante del deseo. Es que claramente el imperativo de goce se encuentra en oposición al dinamismo del deseo. Lo anestesia, lo adormece, lo traiciona al servicio de no soportar ni un instante la tensión, la incomodidad que supone atravesar los conflictos, trascender las resistencias, sacrificar ciertos ideales o expectativas para transformar íntimamente lo que nos implica en nuestro propio malestar.

Al presentarlo todo como sustituible, la sociedad empuja a reemplazar rápidamente y en ese sentido la ciencia avanza frenéticamente para ofrecer opciones al infinito.Gobernados por el imperativo de felicidad, la angustia y la tristeza suelen percibirse como estorbos, devaluadas en su potencia propiciatoria de elaboraciones transformadoras.

Si el discurso hegemónico que nos habita no suele saludar amablemente el detenerse a pensar, a registrar lo que nos sucede es porque no busca producir sujetos sino consumidores, y por ello el sujeto siempre representa un efecto de resistencia frente a la sociedad de su tiempo.

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Una postal del pasado o un paraíso siempre porvenir

El gran malentendido

El otro no nos colma, nunca, por suerte. Pasa que al enamorarnos es inevitable fantasear que el otro ES.

Que sea lo que nos falta, lo que nos completa es una ficción que tarde o temprano cae y se nos impone la alteridad.

Esa novedad, esa disonancia que introduce el otro en su singularidad altera las cosas, para bien o para mal.

Cuando las cosas marchan no hay mucho para analizar. El tema es cuando la diferencia no resulta amable, cuando no hace lazo y el intento de ser dos no deja de tropezar.

Cierto es que el malentendido es condición estructural de las relaciones humanas. Empero el problema se presenta cuando se torna insondable y conduce al malestar permanente, un constante cortocircuito que denuncia que dos deseos pueden no articularse pese a que haya atracción. Que la situación anhelada entre dos sea una postal del pasado o un paraíso siempre porvenir dice mucho. Dice lo que le cuesta escuchar a nuestro narcisismo. Eso claro, si hay lugar para un vínculo con otro, esa especie de ánimo de amar la otredad. Sino, se tratará de saltar de vínculo en vínculo sin acusar recibo. Pero bueno, ese será otro capítulo. De momento pensemos en esa reiteración de la diferencia que duele, que se vive desde la ajenidad intempestiva, que entristece, que nos sume en la impotencia permanente y así destina a sentirse extremadamente solos estando con alguien.

No todo es comprensible, interpretarlo todo solo conduce a una espiral de locura paranoide y solitaria, parecida a la que se desencadena al pretender educar al otro para que sintonice con lo que deseamos.

Educar es un imposible (curar y gobernar también diría Freud). No va. Y por qué asumirlo cuesta tanto entonces, tenemos todo el derecho a preguntarnos.

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Efecto de verdad y de agujero

Se puede decir que ni una sesión de análisis ni un poema sirven al propósito de la comunicación. Más bien, en ellos se fuerzan los resortes de la maquinaria del pensamiento, tomando la palabra en su materialidad juegan con el lenguaje violentando el efecto de cristalización de sentido que produce el uso corriente de la lengua.

En ambos casos, el uso poético de la lengua hace estallar las significaciones estandarizadas, obteniendo tanto un efecto de verdad como de agujero. En esa dirección es que se apartan del circuito de la comunicación, atendiendo a otros propósitos que burlan el principio de utilidad directa, imperante en el uso cotidiano de la lengua. Ambos buscan aproximarse mejor a lo imposible de decir, producir un significante nuevo.

Efecto de verdad y de agujero. Ese instante de ver tan revelador, un relámpago de sentido que sorprende y conmueve al sujeto en quien resuena. Un despertar que opera al modo de un resplandor.

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Psicoanálisis y efectos de poesía

Existe una íntima conexión entre el Psicoanálisis y la Poesía que se despliega en diferentes planos, todos ellos articulados por el valor de la palabra y sus efectos en y más allá del orden simbólico.

Comencemos por la articulación entre el trabajo del analizante (paciente) y el hacer poético:
El corazón del trabajo del analizante se despliega allí donde se entrega a asociar, basculando entre el sentido y el sin sentido, transitando los bordes de la palabra y se arroja a la producción de una novedad. Dice y se escucha decir aquello que no sabía que sabía, al modo de la creación poética. Y allí, el analista desde su escucha operante, lee este texto singular.

Como modelo de acercamiento al vacío, la poesía sirve de referencia para pensar la experiencia del analizante, quien llegado cierto punto de su análisis vivencia ese acercamiento a una especie muy particular de agujero y, al modo del poeta, bordea el vacío mediante la escritura y la letra, construyendo un decir que le es propio, un acto creativo original para cada uno, bajo la égida de la ética del uno por uno.

Crear y asumir un nuevo lugar respecto a la palabra (“un nuevo orden de relación simbólica con el mundo” como decía Lacan en su Seminario III) es un efecto de poesía que funciona como meta de un análisis y constituye un punto crucial, un antes y un después, en la experiencia del analizante.

«No soy un poeta, sino un poema. Y que se escribe pese a que tiene aires de ser sujeto»

Jacques Lacan, Prefacio a la edición inglesa del Seminario XI.

Soy ese poema del cual no soy autor pero que pese a ello, se escribe en mi decir y me constituye. Soy ese poema en el que lo real suena. Ese poema que tiene la virtud de conservar anudados el sentido y los efectos de goce fuera de sentido, y me conecta con lo impactante de las primeras modulaciones, pone en escena la inquietud propia de aquellos incipientes encuentros de las palabras con el cuerpo. Soy ese poema que dejo que se escriba al hablar en un análisis y de cuya escritura el analista hace de soporte.

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Poesía e Interpretación analítica. Apuntes I.

“… con la ayuda de lo que se llama la escritura poética, ustedes pueden tener la dimensión de lo que podría ser la interpretación analítica.

(Lacan, J. 1976-77, p. 42-43).

Si has perdido tu nombre,
recobraremos la puntada de las calles más solas
para llamarte sin nombrarte.

Si has perdido tu casa,
despistaremos a los guardianes de la cárcel
hasta dejarlos con su sombra y sin sus muros.

Si has perdido el amor,
publicaremos un gran bando de palomas desnudas
para atrasar la vida y darte tiempo.

Si has perdido tus límites de hombre,
recorreremos el cruento laberinto
hasta alzar otra forma desde el fondo.

Si has perdido tus ecos o tu origen,
los buscaremos, pero hacia adelante,
en el templo final de los orígenes.

Solamente si has perdido tu pérdida,
cortaremos el hilo
para empezar de nuevo.
……………………………………………………
(Juarroz, Poesía vertical IV)

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Subjetivar la pérdida

El discurso de nuestra época suele desconocer y hasta desmentir el estatuto de la falta en su verdadero alcance de motor, de condición de deseo. Sin embargo, desde tiempos fundacionales, nuestra subjetividad se irá estructurando a partir de las pérdidas que nos están irremediablemente destinadas en tanto seres hablantes. Para todos y cada uno la entrada en el lenguaje tiene su costo: deja al ser humano herido de incompletud.  La entrada del viviente en el mundo del lenguaje implica la pérdida del goce absoluto. Por consiguiente, existirá siempre algo que “no cesa de no inscribirse”. Sin embargo, así como hay pérdida hay posibilidad de recuperación bajo la modalidad del no todo.

Condición estructural decíamos, a la que Freud se refiere en términos de “castración”, pérdida fundante que agujerea lo real, agujero a nivel del goce que se produce por efecto del lenguaje, trauma del que siempre quedará un resto inasimilable que ninguna simbolización podrá colmar o suturar de manera absoluta. Siempre restará algo inasimilable de dicho trauma.

 A lo largo de la vida cada duelo operará como ocasión para una nueva inscripción de la castración. Cada vez, una nueva traza tiene posibilidad de advenir, de crearse, actuando como momento propiciatorio para elevar la pérdida a la categoría de falta estructural. En este sentido, el duelo posee para Lacan una función esencial como “resorte fundamental de la constitución del deseo”, como instancia de subjetivación, momento de creación, nueva ocasión para inscribir un trazo simbólico inédito que bordee el agujero producido en lo real a partir de lo que se ha perdido esta vez y las anteriores. Dicho entramado simbólico sobre la pérdida real tiene por efecto el relanzamiento del vector deseante hacia su movimiento metonímico. 

En el tratamiento de las pérdidas reviste particular importancia la capacidad que adopte cada quien para hacerles lugar, para registrarlas y operativizarlas pese al malestar que le deparen. Cierto es que, en ese proceso de subjetivación el Otro tiene su parte. No nos detendremos aquí sobre esta cuestión pero cabe mencionar que no es lo mismo que nos alojen y acompañen en el encuentro con la falta, prometiéndonos seguir adelante en base a ciertos significantes propiciatorios de nuestro potencial, a que nos dejen a solas o nos adjudiquen ciertas nominaciones que más bien tienden a inhibirnos, detenernos o estigmatizarnos prometiéndonos algo del orden de la maldición (las “maldicciones” a las que se refiere la Dra. Silvia Amigo en “Clínica de los fracasos del fantasma”) aunque casi siempre sean emitidas en nombre del amor o de las mejores intenciones.

Habitamos una época en la que “soltar” se ha convertido en un término trillado al punto que muchos tatuajes recuerdan la poca puesta en acto que conlleva. Asimismo el “sanar” se ha romantizado como un proceso casi incorporal. Pero para los seres hablantes perder duele horrores y muchas veces esa herida opera al modo de una efracción difícil de cicatrizar. Cuesta mucho, siempre. En cada ocasión, se tratará de una puesta a prueba de la estructura subjetiva. Sobre todo porque un estado doliente conmina a abandonar la pereza para ser atravesado, impone un trabajo que no todos están dispuestos o preparados para encarar. Sucede que, además de requerir de una temporalidad, transitar y tramitar un duelo apela a ciertos recursos simbólicos que el sujeto puede no tener en su haber o pueden hallarse suspendidos temporariamente por alguna particular razón. A menudo, ante la desaparición de ese alguien/algo significativo, muchos sujetos se aferran a la renegación inicial, el duelo se detiene y no se avanza hacia la inscripción de la pérdida en términos de falta estructural. Se trata de una potente resistencia, un “deseo de no saber nada acerca de ello” y así el trabajo de duelo se ve obturado. 

La cuestión es que sin pasar por dicho trabajo de registro y elaboración, atravesando umbrales inquietantes de angustia e incomodidad, muchos sujetos optan por desmentir la pérdida suplementándola con cualquier anestesia (socialmente admitida o no), llámese adicción al trabajo, sexo, comportamientos compulsivos, uso de psicofármacos, terapias de todo tipo que prometen el olvido o la evasión, consumo de sustancias o cualquier otra cosa que lo distraiga, aunque siempre temporariamente, de la angustia, el recuerdo sufriente, el malestar. De este modo, el parlêtre se condena al mal encuentro con las tensiones y el sufrimiento inherentes a la herida abierta a perpetuidad dejada sin elaboración tras la pérdida acaecida, que tarde o temprano se reedita ante cualquier afrenta de la realidad o cuando las evasivas pierden efecto y vuelve a “sangrar”. 

No querer saber nada de las faltas deja al sujeto atontado al sepultar sus posibilidades de cuestionamiento y sometido a los “ataques” de sus asuntos más íntimos, sufridos en lo real del cuerpo, en desbordes que surgen a sus espaldas con la marca de la extraterritorialidad que él mismo le ha adjudicado al intentar desentenderse.  

Apostar a saber de ello e inventar un saber hacer con ello opera como vector fundamental de un proceso que no tienen nada de lineal, directo ni inmediato, comandado por una ética subjetiva, la del deseo que estructuralmente implica la falta y breva de ella. El psicoanálisis con sus herramientas hechas de palabra propone un tratamiento de este orden junto a un otro que escucha e interviene sin sugestionar, sin presuponer soluciones ideales ni dar consejos en nombre del Bien, en las antípodas de toda terapéutica que promueva un discurso de dominación. Devenir analizante promueve y es promovido por una escucha presente, atenta que invita a atravesar las heridas, inscribir lo perdido en el camino, animarse a hundirse por momentos en el barro para salir más lúcido, habilitado por un mapa singular de marcas que oriente en la invención de un saber original para seguir adelante en nombre propio.

 

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Por el camino del síntoma

La mayoría de las veces una consulta se ve impulsada por un malestar, una queja. Algo ha devenido insoportable, profundamente incómodo.

Eso que no deja de tropezar en la vida de alguien deviene síntoma analítico en la medida en que es alojado y puesto a hablar en el marco del dispositivo psicoanalítico basado fundamentalmente en la eficacia de la palabra. Allí adquirirá un valor especialísimo, al modo de una brújula, orientando la dirección de cada cura. Allí se tornará analizable (síntoma propiamente analítico) en tanto se dirige al saber inconsciente, abriéndose a su despliegue la dimensión de la causa del padecimiento, es decir, haciéndole lugar a un Otro escenario psíquico que alude a la realidad sexual inconsciente en términos de causa. 

Gracias a las operaciones específicas del analista sobre las libres ocurrencias del paciente, el síntoma abandona su estatuto de padecimiento enigmático para devenir pregunta por el motivo de ese padecimiento, y en este movimiento el sujeto queda implicado en él a partir de su división subjetiva. Es decir, al apuntar el analista a la dimensión de la causa incita a una transformación del síntoma que ahora se dirige al saber inconsciente, un saber inconsciente del cual se goza. Así las cosas, el síntoma se vuelve transferencial en la medida en que se dirige al analista incluyéndolo en su estructura. 

Se entiende entonces que la política del psicoanálisis sea la política del síntoma, de la particularidad, del caso por caso y que en consecuencia sea imposible la estandarización de nuestro quehacer. Esto quiere decir que en el curso de un tratamiento no se buscará acallar el síntoma ni erradicarlo, medicalizarlo u obturarlo de sentido pues, en tanto encierra en su núcleo el particular modo de goce de un sujeto, revela su singularidad.

Siguiendo a Lacan en su definición del síntoma como

“…la manera según la cual cada uno goza del inconsciente en tanto que el inconsciente lo determina” 

Lacan, J.: Seminario 22 RSI, Clase 6 del 18/2/75. Inédito.

, la experiencia analítica propone una escucha orientada a lo real que permita situar dicho goce, aislarlo y volverlo legible en su escritura para, en su reducción, posibilitarle al analizante la ganancia de un mayor grado de libertad respecto de esta compleja articulación entre significante y cuerpo. En definitiva, se apunta a encontrar un saber hacer con ese goce, con ese modo de funcionamiento singular, en lo que pueda modificarse o recortarse y también en aquello que persiste y resiste como incurable en el recorrido singular de un análisis, para seguir adelante la vida con el menor malestar posible.

“Conocer su síntoma quiere decir saber hacer con, saber desembrollarlo, manipularlo. Saber hacer allí con su síntoma, ese es el fin del análisis”

Lacan, J.: Seminario 24 L’insu,  Clase del 16/11/76 Inédito.

 

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La ajenidad de lo familiar

Para estupor de algunos, la familiaridad no necesariamente coincide con la consanguinidad. Clínica y cotidianamente abundan los ejemplos de personas que no encuentran, pese a su esfuerzo y la culpa concomitante, un espacio respetuoso de su subjetividad en el seno de lo que nuestra sociedad ha dado en llamar la “familia nuclear”.

De ser así, una vez que llega el momento de concluir que se trata de diferencias con las que no se comulga, ciertas coordenadas amorosas de algunas dinámicas familiares pueden posibilitar un registro atento de estas hiancias para reinventar un vínculo que lleve las trazas de la particularidad de cada quien, instaurando ciertos límites y abstinencias que permitan una relación viable, acogiendo la novedad personal.

Pero también suele suceder que a partir de su registro, dicha brecha se torne irreconciliable al ser condición sine qua non para el sostén de la relación familiar el aceptar la invitación a alienarse como sujeto tras el yugo de los mandatos y demandas del Otro. Sin embargo borrarse como sujeto allanándose a los caprichos o exigencias del Otro nunca propicia un verdadero vínculo. Desaparecidos como sujetos de derecho y de deseo sólo se ingresa en un derrotero, en una encerrona padeciente en la que la mayoría de las elecciones vitales no representan a ese alguien más que en el intento de llevar adelante una empresa imposible: satisfacer al otro, dar con la medida de lo que se supone que lo colma. Existen vidas hipotecadas, detenidas en función de semejante fantasma, profesiones, trabajos y hasta parejas escogidos en tanto sean “convenientes” o armonicen con el discurso familiar. Abundan inhibiciones, síntomas y angustias en toda su diversidad derivadas de semejantes desapariciones subjetivas (fading del sujeto para Lacan en el Seminario XI). Sin olvidar que tal terreno facilita situaciones abusivas, estragantes y agresivas en todo sentido.

Hace falta coraje para disponerse a rechazar en acto lo que representa a alguien de manera aplastante, aquellas nominaciones recibidas históricamente que no velan por el respeto necesario a la subjetividad. Implica un trabajo costoso a partir del cual poder apostar a la apertura de otros espacios que, aunque inciertos (por no estar señalizados o facilitados por el reconocimiento del otro), nos permitan alojar nuestras trazas distintivas, nuestras particularidades y nuestras faltas ya no en términos de defectos o de sentimiento de inadecuación.

Es que leídas desde el amor, las faltas también pueden resultar tiernas, simpáticas, atractivas, plausibles de causar deseo, cuidado e interés. Y ello aplica para cualquier vínculo.

Pues bien, en muchos casos la opción para llevar adelante una vida en nombre propio y dejar a un lado la promesa de un destino fatalmente impuesto implica un corte con estas funciones y escenarios hechos de significantes, imágenes y goces familiarmente instituidos. Corte doloroso. Y aliviante también.